Cuenta la leyenda que cierto día del año 1670, Dom Pierre Perignon, monje ecónomo de la Abadía Benedictina de Hautvillers próxima a Epernay en la zona de La Champagne, se vio sorprendido en su diario quehacer por el inesperado estallido de una de las botellas que reposaban en la quietud de la cava monacal. Impresionado por tan extraño suceso acudió prestamente y, de inmediato, probó el liquido vertido tal como le dictaba su instinto de experimentado catador. Su aturdimiento inicial se trocó en alborozado júbilo: había saboreado el "vino de estrellas", como él mismo comunicó, gozosamente, al resto de los hermanos de la comunidad benedictina.
El azar había proporcionado al monje la oportunidad de acceder al conocimiento de un fenómeno natural cuyos efectos habían sido largamente buscados desde los tiempos en que ignorados taberneros griegos unían la miel al vino en pos de las evanescentes burbujas cuya aparición era ansiosamente esperada en los inicios de la primavera.
El fenómeno no era otro que la fermentación espontánea del vino (debido al azúcar natural de la uva y las levaduras existentes en su piel) con la consiguiente producción de carbónico fruto de la fagocitación del azúcar por las levaduras.
Estudiando concienzudamente el acontecimiento, nuestro ecónomo benedictino -mitad monje, mitad alquimista- estableció que el vino envasado en la botella se habla transmutado en otra suerte de vino. Un nuevo tipo de vino adornado con las míticas burbujas. En definitiva, estaba naciendo lo que más tarde se conocería como méthode champenoise para la elaboración de vinos espumosos naturales.
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